29 de agosto de 2013

Para la mujer del retrato

(Sobre el espectáculo El Marinero del grupo Comedia Nacional de Nicaragua en homenaje a Socorro Bonilla Castellón)

 Por David Rocha

Marinero de rostro oscuro, nunca
me digas dónde voy ni cuándo llego:
Qué son ya para mí, ruta ni hora…!
Serás como el destino, mudo y ciego,
cuando yo, frente al mar, los ojos vagos,
de pie en la noche, sienta una ligera
y lánguida emoción por la lejana
playa desconocida que me espera…


Dulce María Loynaz



Caminar por el centro de la vieja Managua para mí siempre es una experiencia melancólica, a cada paso que doy escucho el murmullo de sus gentes en la Avenida Roosevelt. Imagino el antiguo cine Teatro Salazar, la fila en la entrada del Cine González, el letrero del cine Margot encendido para anunciar la tanda de esa noche y las voces líricas en las zarzuelas del escenario del Teatro Variedades.
Es viernes, hay luna llena y por alguna extraña razón la noche me dice que en la vida no hay casualidades, que todo tiene una razón. Vienen hacia mí besos de otras bocas, besos de otras vidas, vienen a mí luces y formas que se dibujan en la silueta imponente del gran elefante blanco, que se dibujan en la frialdad de sus columnas, en la sobria elegancia de los muertos que habitan de noche los pasillos de nuestro Teatro Nacional.

Me diluyo por las escaleras que me conducen a la Sala Experimental Pilar Aguirre, me diluyo en el programa de mano de El Marinero de Fernando Pessoa con dirección de Bolivar González, me diluyo  y reparo en dos nombres Comedia Nacional de Nicaragua y Socorro Bonilla Castellón. Nombres que no me son ajenos, que me transportan a una época que se convierte en presente y pasado, que me llevan a la carpa del Teatro Nacional Rubén Darío, al Teatro de la Cruz Roja, al pequeño teatro de la Escuela Nacional de Bellas Artes, nombres que me susurran con voz de espíritu "Los árboles mueren de pie", "Los verdes campos del Edén", "El amante", "Las mujeres sabias", "Asamblea de mujeres", "Qué cuarenta días y qué cuarenta noches", "El jardín de los cerezos", "Johana Mostega" o "El día que me quieras"…


El texto de Pessoa se construye a través de tres mujeres que van contando un relato hilado por el sueño, una historia que no tiene inicio ni fin porque es tan infinita como la misma oscuridad de la noche, una historia fragmentada, una aventura interior donde cada una interpela a una cuarta mujer muerta, que solo existe en ellas mismas, en el encierro y en el horizonte que dibuja el mar. Horizonte por el que alguna vez llegó un marinero que soñó una patria nueva, que se inventó una historia nueva en una isla que desconocía. Horizonte que se traduce como las ansias de libertad que solo son posibles a través de los sueños.

Un texto que se construye con un varguandismo estructural, pues rompe con las formas tradicionales de escritura dramática y nos propone un texto totalmente lírico entrando en la corriente simbolista del arte teatral. Pessoa desestructura el sentido del discurso lingüístico y encripta las ideas que las mujeres exponen, propone un teatro estático, desde el punto de vista físico, una forma de expresión escénica donde la palabra es el centro. 

González construye una puesta en escena que traduce el estatismo del texto en una propuesta escénica minimal, donde todo está medido, precisado, donde los recursos visuales son diseñados de manera que nada sobra.

Al entrar en la sala siento la fuerza incalculable de un ritual, en escena hay tres mujeres vestidas de blanco, con velos y flores blancas en las manos, también hay flores en el escenario que inundan con su aroma todo el lugar, las mujeres están rodeadas con un semicírculo de velas en pequeños vasos de cristal, y en el centro de las tres una mesa redonda con una foto de Socorro Bonilla Castellón, una foto sepia, antigua, que dibuja a una mujer de mirada cabizbaja pero con una sonrisa bien marcada. El ambiente es romántico y onírico, una luz roja, ámbar y azul ilumina a cada doncella, hay humo en el lugar y las mujeres se quitan el velo quedando descubiertas casi como Willis, como mujeres solas y legendarias, como cadáveres de hermosas doncellas que se dan cita en noches de luna llena.

Las mujeres y el mar, las doncellas que se inventan un pasado antes que llegue la luz del día, los personajes y las actrices Mayra Bonilla, Marina Obregón y Zaida Urbina que viven una relación liminal entre las doncellas y sus voces mismas, pues a ratos son el personaje y a ratos son sus palabras que interpelan a la maestra. Esto es lo más espiritual de todo el ritual-homenaje, pues se convierte en casi una sesión espiritista en la que las mujeres consiguen un diálogo con aquella que nunca dejó de soñar.

El ambiente es minimalista y la palabra se convierte en acción en el imaginario de cada espectador, la palabra nos recrea toda la historia, la palabra misma es imagen y movimiento. Las actrices centran su trabajo en la palabra bien dicha, transfigurada, en las voces apacibles, a veces neutras, a veces lineales que acentúan el proceso mínimo de toda la puesta en escena. Bonilla apuesta por una voz dulce, sencilla, una voz como perdida en el tiempo que nace desde la más profunda soledad, Obregón traduce sus palabras en una voz más esperanzadora acompañada de una mirada triste y perdida en el espacio oscuro del horizonte y Urbina evoca la tristeza y el llanto en cada frase.

Sus voces son acompañadas en ciertos momentos por la música de Bach, Albinoni, Kitaro y Philip Glass, que refuerza las imágenes construidas por melodía y palabra, por sonido y acción dicha.  Así se construyen imágenes poéticas en las que la música entra de manera incidental y también forma parte de la acción.


Las luces cobran vida en escena y aparecen como verdaderas manos acariciando los espacios, los cuerpos, los momentos, el sueño más importante es contado a la luz de las velas y es la imagen más contundente de toda la noche, es como si se lograra entrar en ese espacio otro donde sólo habita el espíritu y el cuerpo es olvidado entre tierra y gusanos, ese espacio otro donde sólo existen voces sin rostro,  donde sólo existen cuerpos que se desdibujan en las líneas de luz.

Es viernes y hay luna llena, noche especial en la que los muertos aparecen, noche especial en la que se abren portales que dan paso al contacto con aquellos espíritus que nunca nos abandonarán. Noche de rituales en un lugar tan místico y memorable, noche para homenajear a una mujer tan entrañable como lo es Socorro Bonilla Castellón. Todo el espectáculo diseñado por Bolivar González se me traduce como una suerte de diálogo espiritual entre aquellos que fueron y son sus más fervientes discípulos, amigos y compañeros de sueños. Así se me traduce esta experiencia teatral que resalta la ritualidad de la puesta en escena y se convierte en un diálogo con la cuarta mujer inamovible, hierática, fuerte, feliz,  con la cuarta mujer del retrato que se perdió en alguna playa desconocida con los brazos frente al mar, con la cuarta mujer del retrato que sigue entre nosotros.


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